Una cita, un mojito mal puesto y un giro de 180 grados (literal). Entre el ridículo, el sudor y las decisiones cuestionables, descubrí el milagro portátil del verano: el ventilador de cintura. Risas garantizadas y una lección para no olvidar.
Qué noche, qué mareo… literal
Una cita que no empezó tan mal (pero acabó peor).
Yo solo quería impresionar. Así, sin rodeos. Después de meses de mensajes, memes compartidos, audios de dos minutos diciendo “no sé, ya me dirás tú”, llegó la cita con Laura. Una chica que, según sus stories, desayunaba yoga, comía mindfulness y cenaba kombucha. Yo, que desayuno galletas Príncipe y ceno croquetas de madre, ya iba con desventaja.
Pero eso no me frenó. Me enfundé mi mejor camisa (esa que huele a suavizante aunque lleve tres inviernos sin planchar) y salí al encuentro con la seguridad de quien ha visto tres temporadas de “First Dates”.
No estaba preparado.
Cuando la noche da un giro de 180 grados… y tú también
Todo iba casi bien. Risas, mojito, conversación fluida, y yo, sintiéndome el George Clooney de barrio. Hasta que propuso “dar un paseíto”. ¿Quién dice que no a un paseo con una diosa de rizos perfectos y carcajada contagiosa? Pues yo debería haberlo hecho.
Porque no sé si era el mojito, los nervios o la puñetera ola de calor, pero a los tres minutos de andar me convertí en una fuente humana. Literal. Sudaba como si me hubiesen metido en un horno con chaqueta de pana. Y ella, divina, como si tuviera un aire acondicionado interno. Qué injusticia, de verdad.
Y fue entonces, en plena calle, al borde del colapso térmico y con la espalda como si me hubiera duchado vestido, cuando todo dio ese giro de 180 grados. Porque al agacharme para fingir que me había “hecho la zapatilla”, me mareé de verdad. Redoble de tambores: me caí.
Sí, me desmayé. Delante de ella. Con ruido. Con impacto. Con drama.
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Imagínate mi dignidad saliendo volando como ticket de compra en una ventolera. Lo mejor fue que cuando abrí los ojos, estaba en un banco, con Laura abanicándome con la carta de cócteles y un camarero ofreciendo agua… y hielo para la nuca.
No sabía qué me dolía más: si el orgullo o la espalda.
“¿Te ha dado un golpe de calor?”, preguntó preocupada.
“No sé, igual el universo me ha castigado por no tomar kombucha…”
Pero ese día aprendí varias cosas. Uno, nunca subestimes el poder de un buen abanico. Dos, hay gadgets que parecen absurdos hasta que los necesitas más que el aire que respiras. Y tres, la dignidad es sobrevalorada si puedes contarlo con gracia después.
El héroe inesperado: el ventilador de cintura portátil
Al día siguiente, aún con dolor de cadera y ego magullado, hice lo que cualquier persona sensata haría: buscar un ventilador de cintura portátil en Amazon. Y madre mía, qué descubrimiento.
Lo probé al tercer día. Mano en el corazón: eso no es un ventilador, es un microclima personal. Vas caminando por la calle y sientes que llevas a un asistente invisible con un abanico exclusivo para ti. No es broma. Da igual si vas al súper, al curro o a otra cita (que ya no fue con Laura, pero eso es otro cuento), tú vas fresco. Literal y figuradamente.
Y sí, me da igual parecer un robot con aire acondicionado. Porque prefiero parecer curioso a parecer un pollo asado.
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Esta es una de esas historias de vida reales que no se olvidan. El ridículo, el mareo y la caída fueron reales. Pero también lo fue la risa después, las anécdotas compartidas en el grupo de WhatsApp y el descubrimiento del ventilador de cintura. A veces, fascinar la mente no pasa por una charla intelectual, sino por sobrevivir al calor sin derretirse en el intento.
Así que, si has leído hasta aquí, solo puedo darte dos consejos: lleva siempre agua… y un ventilador de cintura. Nunca sabes cuándo una noche puede darte la vuelta, literalmente.
¿Te ha pasado algo parecido?
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